viernes, 10 de febrero de 2017

Onírico Templo.

Desconozco la entrada a este lugar y soy conocedor de que no está permitida mi entrada en la vigilia. Este es un hecho raro, pues soy del todo propietario de este conjunto de escenas intangibles. En ellas tú has muerto, o al menos sueles morir, pero el uso de la vida y el óbito no te son exclusivas, nunca serán tuyas y ni siquiera eres. Aquí mis padres tampoco lo son, aunque conozca sus rostros cuando dominan el azul de un lago bebiendo con rigor café a las horas vespertinas. Aquí no sois nada ni nadie, sino producto de mi, una suerte de deidad a quien se le otorga la confianza de adentrarse en su propio imperio sin que nadie explique todo este significado. A veces acaricio los rostros de estos habitantes idénticos a algunos, pero su faz arenosa se encamina ya en el primer roce a desvanecer todo su cuerpo. Esto no es importante, pues en cierto tiempo, cuando esta psique que domina los portones de la realidad impenetrable de la que hablo los deje entrar de nuevo, formarán parte de un nuevo espacio y tiempo y se deberán a razones que ni su propio Dios es capaz de explicarles, y es que en su concepción del todo humana, le sería imposible hacerse cargo de una responsabilidad como aquella. En esta realidad solo hay un nexo común y causal: Yo. Un yo ontológico que siempre cae en alguna de estas muestras de una verdad que en una realidad exterior sería a todas luces imposible, pero sin duda se hace partícipe de ella y hasta su matinal retorno se encuentra convocado a unos hechos que en todo momento han sucedido. El lugar y tiempo donde lo hayan hecho no importan aquí, han sucedido. Habitaron seres hostiles, muchos intentaron herirme e incluso asesinarme, una vez fui perseguido hasta los confines de un exilio que era ésta primaria vida para el ser que soy allá. Aquí también he podido acabar muerto por acciones que me fueron propias, éste es sin duda uno de los sueños recurrentes sobre ello: conduzco un automóvil con la seguridad de no conocer su mecanismo y suelo caer desde una carretera que se acantila hacia la mar y en el aire la paradoja siempre se repite, el hecho de caer sobre la muerte segura me devuelve siempre a esta realidad vivaz sin conocer nunca el resultado; esto es la muerte en todo su esplendor, supongo. Aquí me enamoré otras veces: había una mujer con los ojos todo en negro como si una pupila inmensa abarcase la totalidad de sus cuencas, sorbía a veces las lágrimas que caían de un sauce, era aquello su alimento, pero si sorbía en exceso se henchía todo su cuerpo y se hacía líquido, dando como resultado un manantial de agua cobriza. Canturreaba una sensible melodía, aturdía mis extremidades y me atraía siempre a ella, con todo, besarle no era posible. Viajé a una Alemania donde se hablaba argentino, hablé con Eneas sobre los avances del pequeño Iulio cuando resulté ser su curador. Pero hubo un juez alguna vez, él siempre fue el ser que mas me llamó la atención de todas las épocas que hube visitado. Siempre se mostró lejano, desde un estrado inmenso que elevaba su figura hasta un cielo grisáceo a media tarde. Dudé muchas veces de quien era, algunas pensé que era mi abuelo, de quien solo recuerdo en la vigilia sentarme en su Cherokee mientras depositaba su boina en la cabecita de un niño rubio; otras sopesé la idea de que fuera Borges, de quien aprendí la máxima de que la lectura era esencial para el que tomaba la pretenciosa decisión de darse a la escritura y a quien vi como un abuelo en ese menester. Allí todo era blanco excepto el cielo, y aunque su idioma era ininteligible para mi habla, todo aquel en mi situación hubiera optado porque sugería que subiera a un atril para hacerle las pertinentes preguntas. Este es un hecho irreductible, pues cualquiera en esa situación hubiera sido yo en otro tiempo pasado o futuro. Después vinieron las preguntas. La primera fue sencilla ¿Quién eres tú? Podría aquí haber jugado con cierto humor si me hubiere encontrado en el exterior de aquel complejo oniríco o si el sueño mismo no hubiera tenido un tinte tan solemne y decir aquello de Yo soy el que soy. Aun todo lo que pasare en este mundo que me es propio, siempre nacía de un ser concreto al que se le había otorgado un nombre: Soy Rafael Monterreal. Entonces prosiguió; ¿Quién es Rafael Monterreal? Yo no pude contestar a ese señor, pues si sus visitas iban a ser periódicas en todo momento obtendría una respuesta volátil. Así quedé condenado a vivir hasta que supiera una respuesta. Planteo, desde la más intuitiva de las corazonadas, que obtener esa respuesta y tras ello transportarla a aquel ente senil y de rostro dudable, llegaría en la última de mis visitas, esto es, la permanente. Pero la muerte o es más simple o más compleja, aunque esto es algo que no estoy, como ninguno de los vivos, en posición de elucubrar.

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