viernes, 27 de diciembre de 2013

Viajes irreales.

El piano de Bethoven suena en algún sitio, no le molesta, más bien le tranquiliza. El corazón se nota palpitante en su pecho y sus párpados exhaustos caen derrotados. Las pupilas buscan una luz inconquistable y su cerebro ya no parece activo, el sofá con un cojín aterciopelado que soporta los riñones lo atrapa durante algún tiempo. Y comienza a caminar. El ambiente es maravilloso, no sabe como ha llegado hasta allí, pero las hojas otoñales que caen sobre los preciosos bancos de piedra blanca y sobria le encandilan. Un brazo le rodea por la cintura y el olor de ese perfume es tan perfecto que lo cree inverosímil, unos labios se posan en su cuello y acaricia ese rostro que alguna vez fue suyo, y le caen dos lágrimas por las mejillas que al tocar el suelo convierten todo aquello en un manantial. Y allí están ellos, sin decir nada, de la mano, observando el agua cristalina a la luz de un sol perfecto, sentados sobre un verde pasto que se hace inmenso con solo mirar al horizonte... Y súbitamente Bethoven ya no suena, y todo empieza a deshacerse, un sonido estridente lo devuelve al mundo real, es el despertador avisándole de que su tiempo ha terminado, se repasa las mejillas con las manos y recoge las lágrimas saladas que podían hacer todo posible y ella ya no está, su rostro se ha perdido en aquel mundo idílico del que él creyó formar parte, y al mirar el reloj me doy cuenta de que solo han pasado treinta minutos, treinta maravillosos minutos que al despertar se transformaron en una eternidad inservible. Recuerdo que llegué a casa con un dolor de riñones tremendo, pero me dolió más saber que nunca más conseguiría besarla, pues, aunque me desgarra el alma, nunca más viajaría 'donde habita el olvido'...