miércoles, 1 de febrero de 2012

Aquella vez, la primera en que vi tal belleza.



Nunca podría olvidar el momento de aquel banquete en que la vi por primera vez, ella se encontraba tendida sobre una suerte de sacos, en su merecido descanso, que hacían las veces de asiento. Llevaba años planteándome cuál era la belleza real, acababa de comprender que el destino me había permitido descubrirla. Me resultaría imposible olvidar esa postura juguetona, ese pelo color oro y esa tez pálida.
Regresaba a mis aposentos cuando ella tropezó conmigo, o yo con ella.
—Lo siento, señor. —dijo, un tanto asustada.
Debo decir que durante unos segundos, que desearía que hubiesen sido una eternidad, la observé, como tantas veces hice después. Ella iluminó aquella oscuridad que recaía sobre Francia.
—No pasa nada señorita. —me fijé en que su zarrapastroso atuendo había sido objeto de una mancha, ocasión que no podía dejar pasar para conocerla aun mas. —venga conmigo a mi palacete, le proporcionaré un cálido vestido, y quizá podamos charlar, si le parece bien, claro.
— ¿Cree usted que eso es buena idea? —preguntó.
—Sepa usted que tanta belleza no puede ser objeto de una mancha.
—Si usted lo dice iré.
Acababa de conseguir la empresa que llevaba intentado desde que sus labios se despegaron para entablar conversación conmigo.
 Por el camino charlamos sobre infinidad de cosas, algunas todavía las retengo en  mi mente.
Al llegar al angosto camino que nos separaba del palacete la miré y dije.
—Nunca había visto una belleza como la tuya, por favor, quédate.
 —Apenas me conoce.-contestó
—Tiempo suficiente es el que he estado contigo para descubrir que mi corazón te debería ser entregado.

No dijo nada, se adentró hacia mi hogar y allí, tras proporcionarle aquel vestido antes prometido, y tras un fortuito choque de miradas que crearon una órbita de pasión, posé dos de mis dedos sobre sus labios, balbuceó algo ininteligible, culpa de su torpeza en el francés, no le permití pronunciar otra sílaba, mis labios acorralaron a los suyos, no hizo nada por impedirlo, ahí comenzó nuestra historia, bajo la tenue luz de unas velas que al consumirse se iban fundiendo con nuestro sudor, con nuestra pasión. Yo entregado a ella, y ella entregada a mí. Nos fundimos en una sola persona que batallaba contra aquellas blancas sabanas que, a partir de aquel momento, serian su hogar. Corría un marzo de 1589 y en mi alcoba yacía, ya no el cuerpo, sino aquella dulce alma que me robaría la vida, el sentido y, aun sigo pensando, la razón.
  ‘No pienso en ella como un cuerpo, sino como un conjunto, una esencia que quedó eterna en mi memoria’

domingo, 29 de enero de 2012

Ella y nadie mas.

Aquel día mi alcoba no se encontraba tan cálida como antaño, el Siglo XVII ya parecía caer sobre nosotros, ella, recostada sobre mi almohada me miraba con deseo, sabiendo que era la ultima vez que pasaría a mis aposentos. La besé en el cuello, se dio la vuelta y me miró frente a frente.
-¿Y qué pasará ahora? -dijo esperando una lógica respuesta, que yo no podía proporcionarle.
-No tengo idea, amor, de lo que nos deparará el destino, tu marchas ahora hacia Austria, pero yo me quedaré en Francia intentando conversar con el universo.

Vi como marchaba, su silueta se fundió con el horizonte, y yo, roto y sin inspiración tras su marcha, intentaré plasmar, durante el tiempo que esta enfermedad que es el amor me permita, todo momento que pasó bajo mi techo, rodeada por mis brazos. Aquí en mi cama, se queda el olor de su pelo, el perfume que tanto deseaba recordar cada vez que marchaba, se queda su figura, en el recuerdo, que se irá borrando poco a poco con el tiempo en mi mente. Mi corazón, partido en trozos que me pinchaban el alma, entró en una gesta contra la razón, que me pedía olvidarle, pero sabía que eso iba a ser imposible. Ella era la eternidad que impregnaba mi alcoba. La amante de mi cama. Yo, Jean-Luc, primo lejano de Luis XIII, había congeniado con una simple doncella de la casa de Austria, pero su belleza no entendía de nobleza, ella llegó casta a mi palacete, pero lo que contará mi pluma, enseñara que la pasión que tantas veces aquí se derrocho la hizo mujer, mi nujer. Intentaré, aquí, explicar todas las situaciones que algún día pasaron en estas cuatro paredes.


                           Siempre la querré, pues ella era la luz entre la neblina de la vida.